Ford rechazaba los sesudos análisis intelectuales que destripaban sus películas, aún y cuando pretendieran indagar en los misterios y entresijos de su particular universo estético. Obras de arte como The Man who shot Liberty Valance (El Hombre que mató a Liberty Valance), de obligado visionado y análisis en cualquier facultad del ámbito de las ciencias sociales y jurídicas, de cualquier país donde la cultura fuera valorada más que el fútbol, que proyecta el sentido y las implicaciones de la vida moderna sobre el individuo y sus incertidumbres vitales; Stagecoach (La Diligencia), que plasma la estratificación social y sus consecuencias morales o The Searchers (torpemente traducida en su version castellana como Centauros del desierto. Imaginemos un titulo como «Los que buscan…»), que alude directamente al sentido mismo de la existencia han sido analizadas de manera pormenorizada y sin embargo dichos análisis nunca contaron con el beneplácito de Ford.
Algunos sectores de la critica, no soportan el racismo del protagonista Ethan Edwards en Centauros y situan el origen del personaje en el profundo (aparentemente) racismo, que el director plasma en sus filmes. Pero los indios navajos, amigos de Ford, al que veneraban, le apodaron en su lengua “Natani Nez”, “líder de alta talla”, según Joseph Mc Bride, amigo personal de Ford y uno de sus biógrafos más significados junto a Peter Bogdanovich.
No son pocos los momentos en que Ford hace gala de su reverencial respeto hacia los indios americanos en su filmografía. En Centauros, cuando se acerca el desenlace del filme, Ethan Edwards y Scar (Cicatriz) mantienen una disputa fuera del tipi del líder comanche. Ethan le expresa con desprecio “hablas muy bien el inglés para ser un comanche, te enseño alguien?…”. Cicatriz le replica antes de indicarle que quien entra primero a su tienda es un comanche: “hablas un buen comanche, alguien te enseño?…”. En Fort Apache el general Owen Thursday (Henry Fonda) negocia con Cochise el líder de los indios Mescaleros. Thursday le viene a decir: “hala fuera de aquí, que me estáis aburriendo con vuestro problemas tu y los de tu tribu”, Cochise le responde…”De acuerdo, nos marchamos y tu cumples lo pactado…y si no lo cumples, morirás…”. Pues eso, que los Mescaleros no dejan un casaca azul vivo. Los políticos siempre tan originales. La cámara se dirige en primer plano al rostro del capitán Kirby York (John Wayne) conocedor de la cultura mescalera, al que nadie ha hecho caso, quien con la mirada perdida en el horizonte expresa solo lo que el encuadre fordiano sabe expresar: esto ya lo sabía yo.
Acojonado, digo yo, por los progres que no movieron un dedo por los indios en su vida, Ford rodó al final de su larguísima carrera cinematográfica, Cheyenne Autumn (El gran combate) como homenaje político al pueblo Cheyenne. Uno de los filmes más flojos de Ford, por su excesivamante evidente pretensión política, reivindicadora de los derechos políticos de la minoria india. Cheyenne Autumn falla en lo que Ford supo hacer como ningun otro en la historia del cine: situar la persona en el centro de la escena. Antes de que se propusiera hacer un homenaje al pueblo indio Ford ya lo había hecho. Reflejando el rostro del comanche, del mescalero, del apache y del navajo en la pantalla, como nadie lo había hecho en la historia de los Estados Unidos, honrando la sangre de los indigenas norteamericanosy mostrando al país su perenne deuda con el pueblo indio. Su deuda con las raíces mismas de la naturaleza de la gran nación.
Ford fue una persona definida políticamente contra el totalitarismo, que vivió y combatió durante su vida como contra todo tipo de catalogación y exclusión política de las personas. Durante los años prebélicos, se involucró en la actividad política en los Comités a favor del bloqueo a la Alemania nacionalsocialista y sufragando una ambulancia para ayudar a evacuar a heridos del bando perdedor en su lucha contra el General Franco. Formó junto a otros directores comprometidos con el sistema democrático como Lewis Milestone, William A. Wellman (su magna obra merece un artículo en este foro), King Vidor, Frank Borzage o Gregory La Cava una liga de ayuda a los soldados norteamericanos desde la Asociación de Directores. Estuvo in situ grabando el ataque japonés a las islas Midway, lo que le costó una herida de guerra, tambien en el norte de Africa, en Normandía y en el juicio de Nuremberg una vez acabada la guerra grabando y montando todo el material que quedaria para la posteridad junto a George Stevens.
Las criticas al militarismo de Ford tampoco son un secreto. Pero para entenderlo hay tratar de comprender que era lo que atraía del ejercito al director de Maine. Lo cierto es que Ford admiraba el compañerismo al que necesariamente obligaba la guerra. Aprendió a admirar in situ el valor de los soldados y a honrar como nadie jamás ha sabido hacer, a las víctimas inocentes de la crueldad del ser humano (Shall we gather at the river…) es el himno que nos dejan sus filmes para la posteridad en honor a los caídos por cualquier causa asesina aniquiladora de lo mas preciado de la existencia: el cuerpo del ser humano y el alma que habita en el. Cuando después de la guerra rodó la inolvidable «They were expendable» (No eran imprescindibles) en homenaje a los soldados encargados de las lanchas torpederas de las unidades anfibias destinadas en el Pacífico, Ford no supo quedarse con la taquilla y la donó en su integridad a los veteranos de la Field Photo Unit, que habían estado realizando montajes fotográficos poniendo en riesgo la vida en el frente de batalla.
En la guerra aprendió a valorar el cobijo que proporcionaban las unidades militares al miedo insoldable del soldado y sobre todas las cosas a empatizar con la soledad del soldado en un puesto de guerra o en una trinchera, cuestión que plasma a la perfección con sus escenas de la caballería del ejército norteamericano enfrentándose al extenso horizonte de Monument Valley. Es el hombre en el abismo. El hombre enfrentado al miedo y al horror de una emboscada sin cobijo, con la sola compañía del sol abrasador o la fría e insondable noche.
En una escena memorable de She were a yellow ribbon (La legión invencible), la novia del soldado sigue con la mirada la columna que se aleja del fuerte… hasta que la columna se convierte en miniatura. La madre sujetando a la hija por el hombro, le pregunta:¿Ves algo todavía? La respuesta: no, solo alcanzo a ver el estandarte. La visión convencional proyecta sobre Ford la subordinación de la persona al código de conducta del ejército, edificando un constructo ideológico que ha anidado fuertemente en el inconsciente colectivo antifordiano colocando al director como un hombre belicoso y amante de lo jerárquico y el rigor militar. Sin embargo, la visión fordiana oculta otra dimensión más poética y sutil que esconden las escenas, solo destinadas a quien, como afirmaba Walt Whitman, tiene su mirada dispuesta a construir una realidad acorde a los sentimientos del alma: “Aún ves el estandarte de la compañía en el horizonte… Aún sigo vivo.” Eso es lo que expresa el cine de Ford, donde los símbolos colectivos únicamente sirven para agudizar y conferir rostro humano a la existencia y hacer más grande el corazón.
José Luis Garci se pregunta: ¿Cómo puede Ford hacer cabalgar a unos jinetes sobre el vado de un río y que la escena solo pueda ser de Ford. ¿Por qué nadie puede hacerlo como él? La respuesta no es sencilla. Quizas pueda encontrarse en la “magia irlandesa” de Ford. En su particular visión poética irlandesa. Cuando había que montar la escena más nimia, Ford mandaba repetirla hasta cincuenta veces…en un momento dado, daba el O.K. ¿Qué había sucedido? Ford había percibido el sentido poético del instante en la última toma. Solo él. Ford retrataba con la cámara lo que los impresionistas retrataban al óleo. Igual, del mismo modo. Su narrativa es una sucesión de cuadros y sobre todas las cosas, es una narrativa de tracto sucesivo donde los cuadros anteceden a los que vienes después. Así se construye una narrativa como los eslabones de una cadena cuyo engrase se produce gracias a ese extraordinario genio poético, a esa magia irlandesa.
En el comienzo de Rio Grande uno de los filmes de su trilogía de la caballería junto a Fort Apache y la Legión Invencible, se atisba toda la potencia de la narrativa fordiana. La regla de los tercios, propia de la composición pictórica, por la que el horizonte debe ubicarse siempre en la parte superior o inferior del encuadre, el Río Grande, frontera con México y límite de la jurisdicción militar, de lo legal y lo ilegal, las idas y venidas de los jinetes y finalmente el código militar en el medio de la nada como representa el toque de corneta en lo alto de la loma.
El escritor escocés Robert Louis Stevenson cuya estructura narrativa recuerda terriblemente a Ford tanto en cuanto a su relación con el mundo del arte pictorico, como a la del gran director de Illinois, John Sturges, en el empleo de la gama cromática sobre fondos monocromaticos, escribe sobre el arte narrativo en su ensayo “Los libros que me influyeron”: las historias nos alejan de nosotros mismos reduciéndonos a conocer a nuestro prójimo; y muestran la trama de la experiencia, no como aparece a nuestros ojos, sino singularmente transformada, toda vez que nuestro ego monstruoso y voraz ha sido momentáneamente eliminado. La sentencia de Stevenson es de una profundidad singular. ¿Qué hay en la narrativa, tan valioso para la vida? La derrota del ego y la conexión con el yo interior, con el niño modulado y reprimido por los avatares y sufrimientos de la existencia. La conexión del tracto sucesivo expresado en arte cinematográfico nos reconcilia con el sentido propio de la existencia que se conecta a nuestro ser esencial por medio de los sentidos y las emociones más escondidas en nuestro inconsciente. Ford nos muestra lo que solo el genio puede mostrar. Ya no nos traicionaremos más.
Joseph Mc Bride nos dice del Ford niño que “durante las clases parecía más interesado en dibujar caricaturas de sus compañeros y profesores que en atender la lección”. Asomaba ya el director sin par que todos conocimos, “el director del rostro”, como decía George Lucas. Cuando Ford recibía entrevistas no cesaba de repetir: “el secreto está en el rostro de la gente, en la expresión de sus ojos y en su forma de moverse”. Ford mostraba lo que las pretensiones políticas del siglo XX habían soslayado con todos sus artilugios de ingeniería social para lograr la sociedad perfecta, el misterio insondable de la existencia y su manifestacion mas genuina: el rostro.
Ford tenía una sensibilidad a flor de piel, que hacía lo posible por ocultar. Como si le avergonzara profundamente su propia vulnerabilidad, que le hacía investigar a conciencia cuanto le rodeaba, ocultaba sus ojos tras unas gafas oscuras y, más adelante, con un parche que confería a su rostro el imponente aspecto de un implacable pirata. Posiblemente lo que más temía Ford era ser destruido por sus demonios interiores. “Si hubiera llegado a mostrar su candorosa mirada, en los estudios le habrían tratado a patadas”, explicó un día su hija Barbara Ford. Se empeñaba en hacerse el duro, pero era un gato disfrazado de león. “El verdadero John Ford era muy cariñoso, pero le daba miedo serlo” señaló Frank Baker. El John Ford que conocemos es una leyenda, una leyenda viviente que creó él mismo para proteger al otro John Ford, el compasivo y el sentimental.
Como señala J.Anderson; la fuerza con la que Ford amaba apasionadamente lo auténtico, hacía que gustara de plasmar al individuo en el seno de una historia pero también sin quedarse anclado en ella. Es una visión temporal pero que de forma paradójica tiene en cuenta al mismo tiempo el horizonte intemporal propio de la existencia. Su firme existencialismo de raíz cristiana llevó a Ford a sospechar de toda ostentación superficial, advirtiendo el peligro de su vacuidad. La sabiduría de Ford iba al fondo de las cosas por lo que desconfiaba sensiblemente de la pretenciosidad y de la cultura de intercambio de halagos del mundo de la intelectualidad: hizo cuanto pudo para desconcertar, llamar a engaño y confundir a todos aquellos que se atrevieron a investigar el origen de su creatividad. Los que intentaron hurgar en los secretos de su arte sólo consiguieron monosílabos o respuestas cortantes como “no lo sé”, o crípticos comentarios que denotaban una calculada indiferencia o ponerse burlonamente a la defensiva ante el infortunado interlocutor como hace en esta entrevista con su después amigo Peter Bogdanovich.
Mc Bride expresa. “A medida que me voy haciendo mayor, siento cada vez más respeto por la negativa de Ford a explicar su obra a los estudiosos. Así me lo dijo: «Todo el mundo hace las mismas preguntas, sin excepción, y estoy cansado de intentar contestarlas, porque ignoro las respuestas». Ford quería que su obra hablara por sí misma. En junio de 1966 André S. Labarthe y Hubert Knapp, dos miembros del equipo del prestigioso programa “Cinéastes de notre temps” consiguieron entrar en casa de Ford y grabarle una entrevista que hoy en día es considerada histórica. Por su interés y la divulgación que tuvo, merece ser colgada aquí en dos trozos tal y como está accesible en el portal de youtube. Ford baja sus tradicionales barreras con los periodistas y parece que simpatiza con Labarthe, quizás por su afición por chapurrear frases en francés. El caso es que los entrevistadores conscientes de ese momento único graban una entrevista que hoy puede considerarse como un tesoro. Aquí aparece el verdadero Ford dispuesto a hablar como nunca y como siempre guardando respuestas evasivas para preguntas sobre sus filmes. Con una copa de Ginger Ale y su inseparable puro contesta a las preguntas tumbado sobre su cama.
Ford ha sido un director duramente juzgado. Ha sido tachado de fascista, reaccionario, racista, militarista…hasta nazi, se ha llegado a escuchar de él. ¿Cuál es el origen de semejante injustificada aversión? Ford representa la figura, el icono, el imago del padre. Una imagen icónica que la sociedad posmoderna ha denostado hasta límites insospechables. Es el padre oculto, ninguneado, cuando no juzgado de manera insensata e inconsciente. El extremo de este ninguneo propio de la cultura posmoderna llega al límite del paroxismo cuando Jim Sheridan en su obra maestra “En el nombre del padre” acomete una reivindicación de la figura paterna como no se ha conocido en los últimos treinta años de la historia del cine. En el filme, el padre rescata al hijo de las aguas pantanosas de la eterna adolescencia, emblema por antonomasia de la sociedad posmoderna. La crítica cinematográfica pasa de puntillas sobre la nervatura esencial de la obra maestra de Sheridan para detenerse en las implicaciones del relato con el conflicto angloirlandés.
Hoy reivindico a Ford no solo como maestro, como artista, a la altura de Van Gogh, Monet o Gauguin,sino como símbolo del respeto a las raíces del ser humano. Y sobre todas las cosas, como reverencia al icono del padre. El padre imperfecto, falible, cascarrabias, pesado y torpe, que oculta sus fallos por miedo a no saber hacerlo mejor. Ford representa todas esas cosas.
Como escribe David Torres: “Es mentira que llevemos cuarenta años sin John Ford. Está por todas partes, en la luz mineral de Monument Valley, en el galope imperial de la caballería, en el viejo borrachín que tararea desde el estribo, en la lluvia delicada de Innisfree, en el boxeador ciego que da el primer paso para rescatar a los mineros (“Yo voy, son mi misma sangre”), en el silencio unánime del desierto, en las carreteras polvorientas, en la ronquera ciega de los camiones cargados de pobres y de hambrientos que buscan todavía, siempre todavía, la tierra prometida.”
Cuanto más imperfecto, más le queremos. Reivindicar al padre en su falibilidad es reivindicar nuestra propia felicidad en la vida en el sentido más afirmativo que pueda caber. Como dice Hugh Morgan, ese niño hijo de mineros galeses en el memorable final de Que verde era mi valle con el cadáver de su padre muerto en la mina entre sus brazos: “los hombres como mi padre no pueden morir. Permanecen tan vivos en nuestra existencia como lo estaban en carne y hueso, queridos por y para siempre”.
Así permanece John Ford. Por siempre en nuestros corazones.
Iker Nabaskues