EL INOPORTUNO

EL INOPORTUNO

 

Gorka Lasa

 

Habíamos trabajado duro. Era el boom del tatuaje y los sábados de aquel verano del 98 eran matadores. Tatuamos a destajo todo el día, exprimiéndonos para cumplir con el apretado horario que marcaba el libro de citas. Aquello era una fábrica de tatuajes: la gente que no tenía cita y quería tatuarse a toda costa en su día libre, abarrotaba la recepción de la tienda manoseando los catálogos eligiendo desordenadamente motivos de aquí y allá. Mientras Susana -mi mujer- atendía como podía aquel tropel de tatumaniacos , Georgia –nuestra empleada Italiana simpática y elegante- satisfacía también al otro sector de gente que había optado por estar a la última atravesándose anillos en las cejas, pezones, lenguas y demás partes del cuerpo. Eran los piercineros, que al descubrir que uno se podía poner un pendiente fuera de la oreja se volvieron como locos.
Mi máquina y la de Jordi sonando a todo tren aportaban el estruendo necesario para que la escena se asemejara a un bar de pueblo en plenas fiestas pero sin alcohol de por medio.

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Cuando llegó la hora de cerrar, la gente por fin se fue y el silencio cayó como si acabara de pasar una manada de ñu-es. Empezábamos a tomar consciencia del cansancio, todavía con el polvo revuelto en el aire y apunto e bajar la persiana cuando un último cliente llamó a la puerta.
Era un tipo alto y corpulento de unos cuarenta y pico con una melena corta medio canosa y aspecto un tanto desaliñado que por vestir camisa blanca y chaqueta azul marina nos causó cierta respetabilidad.
Respetabilidad que pronto perdió ya que al instante observamos que aunque se expresaba con amabilidad y educación, la borrachera que llevaba le impedía mantenerse del todo quieto y erguido. Una segunda visión nos mostró un tipo grande y gordo con camisa desabrochada y chaqueta suelta como recién escapado de una pelea del bar de la esquina.

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No había ninguna gana de tatuar, pero el cliente sólo quería un nombre y Jordi hizo una lectura rápida: 10 minutos, 60 euros. La guinda perfecta para un día de máxima productividad.
Así pues, le hicimos pasar y mientras se acomodaba a duras penas en la cabina de tatuar nos comentó que había venido desde Italia a una convención de cirujanos.

     – sí, sí, lo que tú digas… – pensaba el Jordi, viendo ante si la imagen de un cerdo al que iba a marcar. Era un homenaje que hacía a su hija “Antonella” y dijo que lo quería en la zona de las costillas debajo de su pecho derecho. 

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Cuando le hicimos quitarse la camisa, su barco tambaleó, chocó contra la camilla y casi se estampa contra la pared. – tranquilo, no pasa nada -Viendo aquella falta de estabilidad, le hicimos tumbar rápidamente en la camilla y en vez de colocarle la calca (referencia que se pega a la piel como una “calcomanía” para seguir las líneas del tatuaje) de pie – como suele ser lo correcto -, se la pusimos tumbado tal y como se encontraba en aquel momento. Borracho de los cojones! Susurraba el tatuador ya con ganas de acabar, antes de empezar.
Con la ayuda del alcohol, aquel hombre que parecía una morsa tumbada al sol, no sufrió casi nada; sólo se le oyeron unos leves gemidos que parecían ronquidos interiores, y eso que el tatuaje se lo hacía en una de las zonas más dolorosas que hay.
Jordi puso la 5ª marcha y haciendo sonar su maquinita como una motosierra acabó el tatuaje en un suspiro.
Cuando el hombre se levantó de la camilla con cara de haberse recién despertado de una larga siesta y se dispuso a ver su nuevo tatuaje en el espejo, una alarma sonó en todas nuestras miradas: el nombre de Antonella estaba completamente torcido y de lado.
Desde la nube alcohólica en la que estaba, el cliente tuvo que mirar y aclarar la vista varias veces hasta comprobar realmente que sus ojos no le engañaban y el tatuaje estaba claramente escorado hacia abajo.
Mientras intentaba corregir la posición del tatuaje retorciéndose la barriga con las dos manos, miró al tatuador como preguntando: cómo es que está torcido tío!?
En vista de la cagada monumental, Jordi se excusó echándole una especie de suave bronca diciéndole que como no había dejado ponerle la calca de pie, la curva de su barrigón tumbado distorsionó la piel y el nombre quedó torcido. El hombre seguía atónito-embriagado mientras retorciéndose los michelines intentaba rectificar la inclinación del tatuaje y con la mirada decía: … y ahora qué!
Pues ahora… NADA! Mientras le invitábamos a vestirse haciéndole ver que ya era tarde, estábamos muy cansados y él había cometido el error de venir a tatuarse a estas horas, casi ayudándole a ponerse la chaqueta le dijimos que el mal estaba hecho y lo único que por nuestra parte podíamos hacer era no cobrarle.
Qué quieres que te diga… (comentamos al rato): hicimos mal en aceptar el trabajo ya cansados y con falta de concentración… y él no tenía que haber decidido tatuarse borracho y a deshoras. Pero ya no había remedio: a algunos les toca la lotería y a otros les puede tocar esto que todavía mantenía flipado a aquel supuesto cirujano italiano que por venir a una convención a Barcelona se veía ahora viviendo una extraña pesadilla en la que salía de un local con las costillas escocidas y un tatuaje torcido debajo de su pecho derecho.
Así mismo dejó la tienda el último cliente de aquel atribulado día, recibiendo unas palmaditas en la espalda que intentaban dar consuelo a alguien que había sido completamente inoportuno. Como más tarde diría Susana: ala! A joderse!

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GORKA LASA

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