FRENTE AL TEMPLO

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FRENTE AL TEMPLO

 

Imanol  Lizarralde

 

1

 

Estaba fastidiado pues me pusieron allí, en aquel día, cuando mis amigos fueron a una fiesta a Betania. Y lo teníamos planificado hacía tiempo. Pero me vino el viejo ponzoñoso de Hermógenes y me dijo: “Apolonio, para ese día no hay guardia suficiente, y tendrás que estarte por que es el día sagrado de los judíos y aparecerá cantidad de gente”. Y, claro, yo lo tenía hablado de antemano e hice gestiones con los jefes. Pero el regidor Hermógenes no me tiene ninguna simpatía y se enteraría de mi plan y le noté en el rostro como reprimía las trazas de placer mientras me daba la noticia. Y aquello me pudrió y la palabra quedó en mis labios sin pronunciarse pues es en balde discutir con el tío que quiere fastidiarte y tiene la sartén por el mango.

 

Sería ya mediodía. Todo o casi todo el mogollón había pasado por la puerta que me tocaba guardar y aquella hora era especial para recordarme que mis amigos se lo iban a pasar en grande en esas fiestas. El sol abrasaba toda la vacía y ancha calle con brillo doloroso que me hacía bajar el entrecejo y reflejaba la blancura de la hilera de casas que llegaba hasta la puerta y un viento bronco transportaba el calor como si fuera una maloliente manta llena de espinas.

 

Yo resoplaba y renegaba a la vez, rayado como estaba, pues pasó mucha gente a mi lado a lo largo de la mañana. Como eran judíos y ese su día sagrado y como soy un greco-siriaco, adorador de Baal (y no les ahorro esa amarga cosa pues llevo alrededor del cuello el amuleto del fuego), no hubo entre nosotros ningún buen rollete. Fariseos con ropas lujosas, sin mirarme siquiera, echaron el denario a la caja de madera.

 

Otros muchos me miraban con miradas asesinas y murmuraban entre ellos acerca de la esclavitud de Israel y de cómo tenían que aguantar a un enemigo de Yahveh a la puerta del Templo y que eso era muestra de su mala bicha, y empezaban a renegar en contra del rey.

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Pero, claro, tendrían que comerse mi presencia y pagar el denario de plata y, claro, no se me iba a ablandar el corazón si me venía alguno a decirme que no tenía dinero sufriciente pero que, por favor, le dejase pasar pues quería rendr los honores de ese día santo. Algunos judíos pobretones, que venían de lejos, se fiaban de esa ilusión y se les ocurría que podían entrar sin trámite económico. Y se me encendía una llama malsana en el pecho al ver su decepción y desesperación cuando les decia que nones. Y saboreaba gustosamente lo raro de la situaciónh pues yo, que odio con ganas a Yahveh, negaba a sus fieles la entrada a su Templo. Y, a la vez, era oficialmente su guardián.

 

 

Pero, claro, ellos no sabían que el cabrón de Hermógenes estaría contando a la gente y con los denarios conseguidos haría las cuentas y si salían mal tendría que pagar de mi propio sueldo. Y la cuestión no era, además de pasar ese asqueroso día, de perder mi jornal por unos cuantos piojosos judíos.

 

Es que pensé que como era el vivir humano y como aquellas cosas que te gustan a lo largo de la vida, sin que la vejez tenga que llegar, sino incluso antes, en algún momento, de repente y sin darte cuenta, te abandonan y te quedas clavado en una situación y tus esfuerzos no sirven para nada, pues ahí te quedas.

 

Y recordé como hacia un lustro estaba en la casa de mi padre y me aceptaron en la hermandad y echaron la sangre del toro sobre mi cuerpo y me vestí la clámide de mi división y me dieron una lanza, un escudo y una espada corta y como me fui a pelear contra los nabateos. La mía era una división auxiliar, pues no tenía yo la ciudadanía.

 

Pero mi padre me dijo que en la guerra el valor y la fortuna son las cosas más importantes y que me tendría que bregar en ellas.

 

La guerra contra los nabateos no fue nada gloriosa pues estos, una vez que dejaron vacías sus ciudades, formaron caballería ligera o grupos de simples guerrilleros y, por tanto, no se movían en grandes ejércitos y no daban nunca la cara y, al estilo de los partos, hacían muchos ensayos de ataque hasta que nos hartábamos y cansábamos porque nunca tuvimos un encuentro abierto con ellos. Nos fueron minando uno a uno. Nos mataban mientras dormíamos, mientras cabalgábamos por los desfiladeros de piedra o moríamos de puro cansancio o calor. Mataron a nuestro comandante ante las puertas de Damasco, a punto de la salvación, y tuvimos que dar marcha atrás y nos dispersamos a lo lejos, sin opción de volver a casa.

 

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Cuando llegué al puesto de Cesarea mi nombre no constaba en el registro del ejército y como monté una bulla del copón me metieron en la cárcel y como agredí a un legionario pues casi me mandan a las minas. Al final pude escapar, pero, claro, mi estatus legal no era nada claro y pensé que era mejor trabajar por un tiempo entre los Guardias del Templo, un puesto harto cansado y mal pagado, pero, al menos, de ese modo, no me iban a crucificar.

 

Ya sé, hay poca gloria estando aquí, sirviendo en las labores de controlar los gallineros y tanganas que montan los hebreos cabezaduras y, además, estás en poder del regidor y, claro, no fui muy listo. Pues al principio Hermógenes me convenció y me pareció un tío muy fino y pasado un tiempo me dí cuenta que (como yo) era un tío desesperado y que hacía negocios a cuenta de los soldados a su servicio y que no tenía ningún miramiento a la hora de castigar a algún guardia o de endiñarle algún marrón propio. Y así estábamos un poco temerosos con el raro humor de Hermógenes, pues no se sabía por donde le daría el aire y quien tendría que pagar por ello.

 

 

2

 

Me encontraba, pues, avinagrado y rebelado y me bullían en la cocorota los sueños de antes de meterme a soldado y el recuerdo de mis padres, de mis hermanos y de mi amada, que sabían de mi por algunos mensajes pero que en esos cinco años no me habían visto el pelo. Y sabía que si eso se alargaba mi nombre y mi rostro serían un recuerdo lejano, mi padre no me recibiría a su lado, pues no hice fortuna y gasté la parte que se me dio, y Fidonia, la mujer a la que amaba, tendría que romper las promesas y juramentos que me hizo en secreto para casarse con otro.

 

Eso no mejoraba mi humor ni tampoco el doloroso viento fétido y el sudar de forma constante, cuando ví, al fin, tras pasar mucho tiempo, dos figuras por la calle, dos tíos, que venían a la puerta del Templo.

 

Cacé rápidamente que eran, por las pintas que llevaban, pues eran de aquellos que andaban por las plazas y los campos anunciando a voz en grito el final del mundo y que vivían de la credulidad de la gente. Pues venían vestidos con una simple capa, cubiertos con el color grisaceo del polvo de innumerables caminos quebrado por largas tiras de sudor y venían descalzos, con pies manchados de sangre y barro, como para demostrar al populacho que su preocupación no era de este mundo. Y yo miraba si tenían bolsa, saco o pliegue de capa donde llevar algún dinero ya que no pensarían –aunque en los judíos todo es posible- entrar por la jeta en el Templo.

 

Y me cuadré todo lo recto que pude, juntando las canilleras. Y apreté fuertemente mi lanza, la mirada al frente, alzado el escudo hasta la barbilla, oscurecido así el rostro bajo el casco, quedando sin gesto ni movimiento, como si no me diese cuenta de su presencia, pues quería comprobar si se atreverían a pasar a mi lado sin pagar.

 

Pasaron a mi lado. Noté el acento galileo de sus susurros y el primero era un tío bastante alto, de pelo y barba larga, con una mirada clara y plena, e iba como ciego a las escaleras del umbral. Y al lado tenía al acólito, más bajo pero muy ancho, con el pelo cortado al modo de los ermitaños esenios pese al endurecido y humedecido polvo que le llegaba hasta las cejas. Bajé la lanza ante la puerta y se pararon soprendidos.

 

“¿Qué creiáis, pues? Que os iba a salir gratis este espectáculo? No, señores, no. Para entrar en el Templo tendréis que pagar dos denarios de plata. Dejádlos en la caja de madera”.

 

Mantuve firme la lanza atravesada a la puerta y los hombres se miraron mutuamente sin saber que hacer ni decir y me miraron ambos a la vez, topándome con ellos frente a frente.

 

El más alto dijo: “Esta es la casa de mi padre”.

 

“Ah, sí” –y por primera vez me bulló un hálito cosquilleante de cachondeo y de gozo. No era cosa extraña entre esa chusma tener esas ocurrencias tan delirantes, pues para algo se convierte la gente a la locura, y es eso para que el deseo que no se puede realizar en la realidad se realice en la imaginación, aunque siempre ocurre que al final te vienen con el cuento como si por todos fuera sabido.

 

“Pues aquí –le dije- aquí, mira, no hay favoritismos. Osea que apoquina pronto o márchate con viento fresco”.

 

Y veía como que teniendo este coloquio que el otro tío tenía sacada la mitad del cuerpo sobre la lanza y con la cara girada hacia mi adiviné de que palo iba. Pues veía sus ojos fijados en mi amuleto de Baal mientras se le dibujaba en el careto una odiosa sonrisa de enloquecido fanático y la nuez del cuello le subía y bajaba como a un cocodrilo presto a tragar un pescado. Y tenía las inquietas manos guardadas bajo la capa de modo harto sospechoso.

 

“Andarás por estas calles y vivirás cerca de aquí –me dijo el tío manteniendo la sonrisa pero saliéndole de la garganta una voz filtrada por un repulsivo gargajo- y si quieres tener la cabeza sobre los hombros ándate con cuidado, asqueroso gentil, que los que son como tu durarán poco en la ciudad del Señor”.

 

“¿Oh, sí? –le respondí pues conocía bien las maneras de esos zelotas camorristas y no me daban el menor miedo- Puede ser así. Mañana, el próximo minuto, puedo morir. Pero mientras viva no pasaréis por aquí sin pagar el dinero”.

 

“¿No sabes quien viene conmigo? ¿No conoces al Nazareno? –dijo saltando hacia atrás como un perro rebotado y haciendo gestos y muecas agresivas-  ¿No sabes nada de su fama? ¿Necesita un hombre santo el permiso de un gentil desvergonzado para entrar en la casa del Señor?”.

 

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“Simón –dijo el Nazareno-, Simón, estate un momento”.

 

Me adelanté y con el escudo alzado me puse enfrente de ese Simón, casi nariz con nariz, y le dije mientras le echaba el aliento de mi boca.

 

“Me importa un bledo si es el cuñado del emperador o el mismísimo profeta Elías. Esas consideraciones valen para mi como el pedo de un burro. Y ten cuidado, tunante asqueroso, que ya veo que te manejas bien en las artes bajas de los podridos santurrones y de los salteadores de las esquinas. No es la primera vez que he partido cabezas duras, y cuanto más duras antes se rompen con un buen golpe. Y ten la seguridad de que no pasaréis esta puerta sin poner la pasta en la caja”.

 

Me callé pues ví que me venía del interior una furiosa tormenta y que fácilmente podría alzar a ese Simón en la punta de mi lanza como a un cacho de carne y dejarlo allí colgado, pateando y chillando como una rata. Y contuve mi ira pues sabía que estaba quemado de antes y que este podía pagarlo. Y a lo mejor no le mataba pero si seguía por ese camino le rompería las piernas. Y me vino otra vez la frialdad, pero la frialdad de antes de una camorra, pues no tenía intención de prolongar la conversación.

 

 

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Ese Simón se quedó con los ojos y boca entreabiertos y yo estaba seguro que estaría calculando en secreto las posibilidades que tenía de enfrentarse conmigo. Y, claro, tenía que estar muy prevenido, pues no le veía las manos a las que daba vueltas bajo la capa y sabía que esos fanáticos piensan suficiente un golpe de locura y el empuje de un perro rabioso, que interpretan como una especie de bendición celestial, para ganar una pelea.

 

“Cállate Simón –y levantó la voz el otro, le agarró a Simón de los hombros, poniéndole la cara frente a la suya, para que nuestras miradas no se toparan más- Este hombre está haciendo su trabajo”.

 

Y llevó el alto al otro a un rincón y lo rodeo con su capa y veía que le susurraba palabras y el otro empezaba entonces a renegar y le oía decir: “no, no, de ninguna manera” y el susurró del alto se agudizaba.

 

En fin, les contemplaba mientras seguían en eso y pensaba que tenía el entretenimiento de aquella tarde y que los judíos en cuestiones religiosas eran un poco maníacos pues el hermetismo de su devoción los llevaba al orgullo y cada uno de ellos pensaba que, una vez o más durante la vida, era objeto de un mensaje especial y que su Dios les hablaba directamente, como a los profetas de antaño, y, claro, aquel tipo era de ese gremio.

 

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Pues en el mismo momento me acordé de la fama del Nazareno y como se decía que era curandero y hacía milagros y que tenía alianza con los padres del desierto y que era amigo del nuevo Elías, Juan el Bautista, en fin, uno de esos que andaban gritando tronados entre los judíos pobres. Por ello, por pura borrachera del espíritu, quería entrar en el Templo como si fuese un potentado.

 

Vinieron a mí. El Nazareno me contemplaba con esa extraña mirada de dulzura y fuerza que suelen tener los niños y algunos ancianos y me sonreía abiertamente mientras sostenía la espalda de su amigo Simón. Y este estaba un poco como alicaído, con la cabeza bajada, el cuello temblón, el color cambiado.

 

“Señor –dijo el Nazareno- Aquí viene mi buen amigo Simon a pedirte perdón. Es que he visto que no se ha portado nada bien y que ha dado rienda suelta a su ira”.

 

“Sí, es verdad –y Simón tragó con dificultad la saliva que le producían las palabras- Perdón, señor”.

 

Estaba pues bastante divertido al ver la cara que ponía Simon ante aquel mal trago, como se le puso la piel de color pergamino y como le afeaba la humillación (si fuera posible) su rostro de bestia fanatizada y como era, en general, como un perro apaleado con orejas agachadas y rabo escondido, haciendo movimientos de muñecote genuflexo delante de mí.

 

“Estate tranquilo, chaval –le dije sonriente y tuve el tiento de acariciar su cabeza- No hay nada que perdonar si no hay falsedad. Y no te digo que ahora me gustas más que antes”.

 

Se animó el Nazareno al notar mi sorna.

 

“Amigo –me dijo- hemos hecho un largo camino y un alto mandato nos trae aquí. Se vé que eres un hombre honrado y que haces tu oficio como debe ser. Esta es la casa de mi padre y El me ha llamado a su lado. Tengo que entrar ahí y no llevo los denarios que tu me pides”.

 

“Pues eso lo veo como cosa complicada –le respondí- No quiero seguir dándole eternas vueltas a este asunto. A lo mejor os pagan suficiente dinero por esas capas. Pero, claro, sin capa, venir aquí desnudos, no es posible. Os recomiendo que si reunís esos denarios no vengáis, antes bien, vayáis a una taberna y los gastéis allí, pues así haréis mejor inversión”.

 

El Nazareno rió como si lo que le dijera fuese un chiste.

 

“Amigo –me dijo- vengo de lejos y quiero ver a mi padre. Estuve en el desierto, rodeado de enemigos y he andado perdido y he notado añoranza durante mucho tiempo. Y finalmente sé que es tiempo de dejar el destierro y de ir nuevamente a casa de mi padre, en la seguridad de su poder y de su amor. Pues el reparará no en mi destierro y mi largo extravío sino en mi presencia y en mi vuelta y por eso me quiere honrar. Amigo, si tu estuvieses en esa situación, y fuera yo el portero de la casa de tu padre, ¿piensas que te pararía y te pediría dinero, y te dejaría sin entrar?”.

 

Y sentí dentro el lamento de mi propio destierro, y mi alejamiento me traía el golpe lejano de un latido de otras latitudes, que llevaba a mi reseco corazón una pizca de sangre y con ello una punzante neuralgia. E imaginando la alta casa de mi padre, y a mi pade con su barba negra y sus ardientes ojos, pues pensaba que aquel loco tronado tenía mayor suerte que yo al poder cumplir su limpio sueño por dos denarios, mientras yo estaba aquí y mi padre, su casa y la amada Fidonia, estaban en Damasco.

 

“Compadre –y la voz se me salió amarga- Es fácil inventar una vaca y decir que me la darías si la tuvieras. Pero (si como tu dices) tu padre va a ser bueno contigo, tendrías que ponerte a su par. Yo estaría dispuesto a cargar con la yunta más pesada y empujar el arado por el surco de los bueyes, y de hacer su trabajo, si supiera que mi padre me dejaría un sitio, al lado de los últimos criados, para comer de un plato, y que no me quitaría de su vista de inmediato. ¿Y qué es para ti, después de hacer tan largo camino, a punto de llegar a los brazos de la gloria, el precio de dos míseros denarios?”.

 

Al Nazareno le llegó una nueva luz a sus ojos y se me quedó mirando, y le ví una brizna de admiración y, claro, estaba seguro de que estaría asombrado por mi manejo de la sofística alejandrina, que aprendí con Hieron y Pancracio.

 

“Simón –le dijo el Nazareno a Simón, que permanecía un poco alejado, todavía con la cabeza baja y puesto en la postura de una extraña catalepsia al lado de una de las columnas exteriores del Templo- Simón, vete al puerto. En el tercer espigón verás a un hombre con una caña. Que tire el anzuelo y me traes el pescado que saquéis”.

 

Y Simón, tras bambolear la cabeza, se fue corriendo.

 

 

4

 

Es que, claro, es que el maestro si me vé gallito no me ahorra humillaciones ni palos y hasta que me hace vomitar toda la soberbia no me deja en paz y luego estoy como si no estuviera en mi cuerpo, como un pepino pisoteado, todo pepita, pulpa batida y agua perdida.

 

Sí Simón, me digo para mi, eres el tío más rebotado del mundo y te ha tocado un maestro que no aguanta eso. Por ello me sentí como al perro que pasan el morro por su meado cuando tuve que pedirle perdón al inflado gentil-pagano de la puerta. A la vez, sabía que era el gesto típico del maestro, de coger el testimonio de un extranjero o un pagano, para enseñar que Dios está donde Él quiere, y no donde queremos. Pues el Espíritu no tiene favoritismos y le gusta reírse de los signos externos. Y por eso tantas veces me descalabro tan tontamente.

 

Porque soy un chulo, porque no puedo sufrir la competencia. Me fastidia el trato que tiene el maestro con los demás, me gustaría estar siempre al lado suyo, como un perro, y estoy constantemente adelantando sus actos y sus pensamientos. Y todos se me ríen por eso y cuando Juan o Santiago hacen la misma cosa, todos están siempre atentos y silentes y, claro, eso también me fastidia, verme empujado al cenizo grupillo de Tomás y Judas El Majo.

 

Me fui rápido del lugar y supe que iba a ser un poco larga la caminata hasta el puerto. Y reparé en la orden del maestro. Y pensé que no sería cosa muy normal encontrar a alguien con una caña en el tercer espigón.

 

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El clima empezaba a templar un poco y el sol perdió su efecto deslumbrante y las casas de alrededor aparecían con otro aspecto, como recién construidas bajo la nueva luz. Y veía las familias en los porches, en sillas alrededor de mesas o en el suelo mismo. Y mujeres salían a la calle a terminar el trabajo del día y llevaban con ellos sus criados y niños. Mulas, burros, bueyes y otro ganado paseaban por la calle hacia los cobertizos con los pastores al lado.

 

Y bajé la velocidad de mis pasos mientras saboreaba la tarde.  Respiré a pleno pulmón el nuevo viento que traía olor a mar. Los rayos del sol atemperado hacían reflejos de oro en las paredes de las casas y nuevas sombras y oscuridades se dispusieron por doquier. Y pasé las últimas casas y crucé la puerta de la muralla y, delante de mí, tuve el primer espigón del puerto.

 

Frente al mar que conocía tan bien, alargándose el color del sol sobre el agua y los cercanos montes, y echándole un vistazo al camino que aun que restaba, comencé a pensar en el maestro y en este viaje. Pues era un antiguo sueño mío marchar en compañía del maestro, los dos solos, y me moría por oir que me dijera: “Simón, levántate y ven conmigo”.

 

Parecía que con los otros estaba mejor que conmigo y por eso estaba yo rebotado. Y cuando finalmente me propuso que fuera con el en un viaje largo, no lo esperaba y me alegré. Pero, suele pasar, mis expectativas y la realidad no fueron la misma cosa. Pues pensaba yo que iríamos a las plazas de los pueblos, a los campos de los labradores o a las casas de las familias, y que vería al maestro entre la gente dándole al Espíritu vueltas y revueltas y cumpliendo milagros, para asombro y admiración de todos.

 

Pero ya ví que nuestro viaje no era de ese palo. Pues fuímos directamente al desierto, a los confines del mar nitroso. Y claro en esas llanuras y soledades, cubiertos de sudor, con poca comida, siempre bajo el mandato del maestro, y, por ello, silenciosos la mayor parte del tiempo, o rogando al Señor, pues no había sido como había pensado y se me bajó un poco el pistón.

 

Lo peor fue una noche, metidos en una cueva del desierto, cuando el maestro se levantó mientras dormíamos y me dijo que me quedara y el se fue. Y allí aguanté solitario durante muchas horas. Vino la mañana y no vino, y permanecí en el desierto, como un ganado enfermo, perdida la chaveta y gimiente, esperando la llegada del pastor.

 

Y decía para mi: “Señor, cómo me has dejado así”. Y pensé en la ilusión que me hizo el viaje y como estaba de esa manera.

 

Y vino de vuelta mi maestro y señor, y estaba muy contento. Volvimos sobre nuestros pasos pues quería ir al Templo y me contó sus intenciones. Fue el mejor momento del viaje pues a medida que veíamos tierras labradas, floridos montes y gente, me fue contando su plan. Quería llamar la atención al Sanedrín y a los sabios de Jerusalem y hacer mediante ellos la labor de los profetas; ya que tenían a Israel muy decaída, trabada en mensajes contradictorios, abandonada como rebaño disperso y quejoso.

 

 

El maestro pretendía proclamar y airear su mensaje y quería dejar claro frente a los Maestros de la Ley que el era su hijo único. ¿Y quien, sino el Hijo, puede dar cuenta de la palabra del Padre, en su casa, en medio de Jerusalem?

 

La Ley está enferma, decía el maestro, por que la dejan morir sus Guardianes. Y la dejan morir no por voluntad, sino por ignorancia y por falta de fe, como si la carcoma hubiese comido la Ley desde dentro y como si sus Guardianes fuesen sus enterradores, velando por un cadaver, aunque den a entender lo contrario.

 

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Y veía que los Maestros, al hacer las cosas, no atendían el espíritu de Dios, pues habían dejado de gustarlo y, por ello, por miedo a cometer errores, se ataban a la letra de la Ley y la Ley se alejaba del Pueblo, y entonces la voluntad de Dios, que era que la Ley fuese el gozne de la puerta que se abría y cerraba entre El e Israel, quedaba desdecida. Pues sin Espíritu la palabra no sirve para nada o, peor, es la enemiga de lo que defiende en apariencia, pues no vemos en ella el peligro y nos fíamos de ella. En verdad, decía el Maestro, el Pneuma de la Vida ha abandonado a sus ministros y estos trabajan en balde, como animales que soltados del molino siguen dando vueltas. Pero, claro, no sólo se pierden a ellos sino también al mismo pueblo.

 

Entonces era necesario curar la Ley. Y para ello tenía que entrar en el Templo, pues allí estaba el palacio del Espíritu, el apeadero de Dios, la Casa del Padre. Y allí mismo tenía que demostrar que los Maestros de la Ley andan siempre conviertiendola en lugar de batalla, de duda y de lucha, tirando de sus preceptos para oscurecer su significado y sus mandatos, apartándola del pueblo. Sabía que entre los Guardianes tenía amigos y gente consciente de ese problema. Y quería demostrar que la relación entre Dios y el hombre no era de contrato, sino de cara a cara, de padre a hijo como el amor y la confianza, o que sino no es nada, o es un mal muy grande.

 

 

“El Hijo del Hombre tiene que hacer oir su voz” –decía-“y hacer fluir de ahí el Espíritu, y mostrar que en la casa de su Padre no hay hombre ni mano que pueda hacer nada en su contra. Así también se cumplirán las profecías”.

 

Y cuando me daba estas explicaciones pensaba yo en mi rol en todo este asunto y por qué me llevaba a mí, y no a otro, para una cosa así. Es que, en verdad, las palabras del maestro no sonarían muy dulce y habría en el Templo pues muchos ilustres tratando de hacer una tranquila digestión o a pasar un día de fiesta lo más leve posible. Y como pensaba que montaría una buena bronca y que podía ocurrir algo más que el simple gritar y el rechinar de dentaduras, aun siendo aquel lugar sagrado, pues, ¿qué compañía mejor para ese embolado que el excitable Simón con su pinta de animal? De haber un tumulto (y lo habría, pues conocía al maestro en eso, iba de cabeza en busca de ello y echaría azufre en heridas recién abiertas) los tíos como yo son muy útiles, y las virtudes que para otras cosas no le gustaban las quería usar mi maestro para eso. Así me honraba de forma que no me hacía mucha gracia.

 

5

 

Dejando a un lado los edificios romanos oficiales de blancos mármoles, vi delante de mi, colocadas en la explanada de arena gris y húmeda dejada por la marea, las embarcaciones más pobres como si fueran filas descompuestas de maderas sucias. Las gaviotas, que volaban cerca de mi cabeza, gritaban y andaban entre los barcos, tras los rastros y restos de pescado putrefacto, haciendo equilibrios sobre las quillas y extendiendo sus alas. Sentí con placer bajo mis machacados pies la humedad y la blandura de la arena.

 

Quería seguir aquel camino entre las barcas al borde del mar. Y ví, dentro de uno de los barquitos, envuelta en un manto negro y junto a un niño crecido, una mujer que parecía viuda. Limpiaba y cosía una red de pesca.

 

No levantó la cabeza, escondida bajo el manto. Pero el niño me miró desde el principio. Me miró con ojos maravillados.

 

Me pasé a su par y el niño me siguió y comprobé como la atención de esa posible viuda, concentrada totalmente en la labor, se ablandaba un poco y ponía recta su espalda y levantaba la cabeza, aunque no hacia mí, pudiendo ver como el velo sujetado por el manto de la cabeza se aflojaba y dejaba entrever el dibujo del maravilloso perfil del rostro.

 

Entonces me apenó realmente esa mujer, aunque sabía que todo eso era vanidad mía. Pero sostenido por ese fino hilo de belleza, paré la marcha y el niño, dejando el reclinado barco, vino hacia mí.

 

Y le dije como si estuviésemos hablando mucho rato.

 

 

“Ven aquí y juguemos. Que hay que pasarlo bien este santo día”.

 

La mujer giró y reclamó al niño por su nombre. Y no noté el sonido de tal nombre pues me azoré un poco al darme cuenta que la mujer podía ofenderse por la mención a la diversión, al día santo, mientras ella trabajaba. El niño se paró y me siguió mirando.

 

Y pasado un rato dijo la mujer mientras seguía trabajando sin levantar la cabeza:

 

“El Señor sabe quien le honra con el corazón, aunque la suerte obligue a trabajar sin otro remedio”.

 

Y se hizo el silencio.

 

Y le dije:

 

“Hay que tener necesidad muy grave para trabajar este día. Y verdad que El sabe bien que hay en el fondo de los corazones. Pero El nunca abandona: es El quien pone a cada instante su candil luminoso y examina así el corazón y dentre la basura escoge la prueba salvadora, que será el hueso de la resurrección. Y como te mirará mal, mujer, si en casa sin hombre, rondando como buitres los malhechores, y clavada la espada en el corazón, si cuidas los polluelos de casa, y te fías sólo a su fuerza, a su gracia y a su amor?”.

 

La mujer se alzó en toda su altura y se le cayó el manto de la cabeza y le ví la cara y el cuello, que eran de una frescura blanca, y dos hermosos ojos verdes flanqueaban el comienzo de una fina nariz y desparramó sobre el manto el denso y largo pelo blandamente atado, poniendo allí una negrura más oscura.

 

 

“¿Quién eres tu, hombre, que vienes a este lugar miserable y llevas en la lengua el dulce manna del Señor?”.

 

“Yo soy Simón, discípulo del Nazareno”.

 

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“Tiene que ser un buen hombre”

 

“Estoy a su servicio”.

 

Me miró sonriente, y pude percibir la finura de su piel, las pequeñas arrugas alrededor de los ojos y el latido de dolor que latía de vez en cuando en sus hermosos y grandes ojos. Sentí bajo la palma de la mano el cosquilleo del pelo del niño, pues se me puso así en cuanto vio el posible permiso de su madre. Y se rió agarrado a mi mano mientras se columpiaba con ella.

 

“Entonces te dio un cometido” –me preguntó la mujer.

 

“Sí”.

 

Se quedó pensando, sin torcer la cabeza pero con los ojos alzados, dándole vueltas a alguna cosa. Y volviendo en si y reparando en lo que le rodeaba me dijo:

 

“Entonces no quiero retrasarte más. Vete a hacer lo que tu buen señor te ha mandado y dile que el eco de sus palabras han traído un poco de consuelo a una pobre viuda”. Puso nuevamente el manto sobre la cabeza y el velo en la cara y se sentó y agarró otra vez la red de pesca. Estaba un poco sorprendido y triste pues le mujer dejó de hablar. El niño se soltó de mi mano y fue rápido a las faldas de su madre. Levanté el brazo como despidiéndome pero la mujer no me dirigió la mirada. Y dando la vuelta me empecé a alejar.

 

“Y si alguna vez pasas por el pueblito de Beram, acuérdate que vive allí Sara, la hija de Jacob el Decapolitano”.

 

Me di la vuelta y le saludé otra vez y entonces levantó ella el brazo y el niño agitó alegremente sus brazos. Y me fui más alegre que vine entre las hileras de barcos y el mar.

 

 

 

 

6

 

La chabola de la Asociación de Pescadores se encontraba construída encima del segundo espigón. Allí llegué y ví viniendo de la mar un grupo de bateles. Me metí en la chabola y saqué un gran salabardo de palo y me fui abajo, a entre las columnas de madera del muelle, entrando en el agua e intenté atrapar algún pez, pero sólo había pequeños cangrejos negros y pececillos de roca que no merecían el esfuerzo.

 

Andaba así, con el agua hasta la cintura, tanteando el fondo arenoso y pedregoso con los dedos de los piés, pensando que era mejor atrapar algún pez decente, llevárselo al maestro y acabar de una vez con la farsa. Pues creía, con gran seguridad, que el maestro me quería quitar de en medio por alguna razón desconocida y que para ello me daba una labor absurda. Y pensando lo mejor, si encontrara a alguien en el tercer espigón, y pescáramos un pez, que iba a hacer el maestro con el pez? Cogerlo de la cola, estrellándolo contra el muro del Templo, ¿pensaba acaso que lo iba a derribar? Es que todo eso no tenía el menor sentido.

 

Llegaron los barcos a la punta del espigón y me fui hacia ellos, pensando que encontraría a gente conocida. Y así fue: a través de las tablas aparecía Simon el Caldeo con sus muchachos. El querido Simón, con su pelo a lo griego y la tripota balanceando. Y tras el, como perros domesticados, Tadeo el viejo, y Filemón y Yorabab, y todo el resto de la tropa, mojados de agua marina y sudor, pesados y empapados sus vestidos, arrastrando regueros de agua y dejando charcos a su paso.

 

Regresaban callados, con las cabezas gachas, facciones preocupadas, haciéndole el círculo al Caldeo, cuyos ojos claros apenas se movieron cuando toparon conmigo y supe que la pesca no había sido buena. Y estaba tan nervioso de pensar en el maestro esperando tanto tiempo a la puerta del Templo, y viéndome que no era capaz de hacer un encargo, pues quería probar con ellos a ver si eran capaces de ayudarme en mi dilema.

 

“Hola Simón” –dijo el Caldeo al acercarse, y se alzaron las voces de la compañía- ¿cómo andas así profanando con tu salabardo este santo día?”

 

“No tengo que decir nada parecido de vosotros” –le dije siguiendo la gracia- “tendréis mucha necesidad para ir a la mar”.

 

“Pues no, tío. Ibamos a ver si nos hacíamos ricos. Y no cojimos nada. Por tanto será verdad eso de que es mejor no trabajar este día, pues llevamos tiempo y ni una triste sardina. Pero, como así con las viejas costumbres? No te convertiste en un santurrón?”

 

“Un poco, un poco. Y necesito ayuda. Por eso estoy aquí”.

 

Los ojos de acero del Caldeo rápido se dieron cuenta del ruego de los míos.

 

“Este es un mal día. Si nos atizaras como si fuésemos alfombras, aparte de agua y de los piojos de Tadeo, nada sacarías. Pero no te preocupes, si necesitas dinero tengo hecho un plan”.

 

“Sí –dijo el vejete canoso y barbilargo llamado Tadeo, que fue patrón de barco y ahora no era más que un simple pescador – Vamos a la taberna de Barnabas…”

 

“Seguro que cerró ese santurrón –dijo el Caldeo- Pero os digo de verdad que lo pondremos a trabajar, pues si quiere honrar a Dios tiene fácil camino ayudando a sus hijos más pobres. Abusaremos de la cuenta de Barnabas, a favor del propio Dios… ¿No te parece, Simón? Comeremos y beberemos y temprano a la mañana iremos de nuevo al mar, pues tenemos que romperle pronto el pescuezo a esta mala potra que nos sigue”.

 

Y empecé a pensar que no iba a sacar nada de todo eso y metí nuevamente el salabardo en la chabola y salí con la intención de irme.

 

Los otros veían mi preocupación y necesidad urgente y veía compasión en sus caras cansadas. Y Tadeo tomó la palabra.

 

“Ven con nosotros, Simón. El tacaño de Barnabas tendrá abierta la taberna ya que se le reunirán todos los extranjeros del puerto. Si necesitas dinero, ahí está la oportunidad: tendremos para fiar en apuestas y la mano del Caldeo no es nada floja. Y nos ayudara la gracia especial de tu maestro, ¿no es así?”

 

Pero ya veía yo que se me hacía tarde y que todavía no había cumplido lo dicho por el maestro. Reparé que el Caldeo y los otros se olvidaron de sus miserias y pretendían ayudarme. Y, claro, montar una timba en una lejana taberna me pareció más descabellado que lo que me mandó el maestro, y mucho más cansado. Y si no había nadie en el tercer espigón me iría y ya estaba.

 

“No amigos –les dije- no tenéis lo que necesito. Estaba confundido. Amigos, debo de irme. Estaremos juntos. Adios”.

 

“¡¡Simon!!” –gritaron todos.

 

 

7

 

Estambul-Views

 

La tarde empuñaba firme su bandera y el sol relució de nuevo como revivido y como volviendo las horas sobre sus pasos. Mezclados la hierba y la arena, y viniéndome el mar a los pies como si fuera una gigantesca y mansa lengua, aquella línea de costa me dejó ver, en su última punta exterior, la figura del tercer espigón.

 

Eran piedras amontonadas bastamente al costado de uno de los bordes de la bahía, con barro por encima como un mal pegote. Y mi corazón dio un salto al ver, en uno de los extremos levantados de las piedras apiladas, más cerca de mí, que había un tío y percibí que tenía una caña o equipo de pesca.

 

Me acerqué a el a trotecillo lento. Y era un tío joven, vestido con traje ceremonial, con largas mangas y túnica en la cabeza. Resplandecían en su rostro las mejillas plenas y coloradas y una oscura barba negra. Y era un poco rellenito. Tenía a un lado la caña de pesca y unos lienzos.

 

Le iba a hablar y torció la cabeza a un lado, como enrojeciendo, y me empezó a hablar en el acto.

 

“Pues podrías pensar que en este día estando de ceremonía venir aquí con una caña. Ha sido coincidencia pues me dio esta ventolera hace cinco días y, de verdad, no soy nada aficionado y este no es mi oficio, algo me trajo y desde entonces vengo aquí, cada tarde, tirando la caña una y otra vez, a ver si atrapó un pescado o algo siquiera. Y hoy también no me he resistido. Y llevo horas echando la caña a este rincón y, en verdad, ni rastro, como el primer día. Y, claro, he dejado un hueco en la ceremonia y ya me iba”.

 

“No, no –le dije- prueba una vez más, por favor”.

 

“Probar ¿para qué? ¿Ves toda esta parte? ¿Ves como llega hasta las piedras de la playa esa yerba de agua tan pimpante? Desde que está aquí no he visto nada que valga la pena”.

 

“¿Has tirado entre esas dos piedras?”

 

“¿Y descalabrar la caña? Ni lo sueñes. Y yo, y no sé que nombre tienes, amigo, pero tu también estás bastante fuera de lugar, yo me voy y adios”. El hombre cogió la caña y empezó a recogar el hilo.

 

“¿No lo vas a tirar? ¿No vas a hacer la prueba?”.

 

“Pero, hombre, pero eres una persona muy insistente y entrometida, y perdona las palabras, pues no nos conocemos de nada y me animas a que deje mis quehaceres religiosos. ¿No te he dicho, pues, que mi postura no era razonable y que no hay por aquí rastro de peces y que no soy pescador y que casi contra mi voluntad vengo aquí y que lo he intentado durante toda la tarde?”

 

“Haz por favor la última prueba. Échalo, por favor”. Y la verdad, me comía la impaciencia y la impotencia y no sabía como convencer a ese hombre. Y sentía para mí reflejos macarrístico-matonísticos y empecé a calcular la pinta y el peso de ese tipo y quería comprobar a ver si podía intimidarle un poco. Pero, claro, esas no son maneras, y menos de cumplir con las órdenes del maestro, y me reprimí a duras penas.

 

“No, no lo tiraré –y levantó la caña y cogió el sedal con la misma mano- Estoy cansado, ya me iba y tu me retienes. No, no hay nada que hacer, no pasará nada, este mar está vacío”. Y levantó e hizo retroceder la caña, cogió del hilo cercano al anzuelo y lo lanzó hacia el mar, viéndolo volar por la superficie con un silbido y rompió con espuma el agua en calma. Y miró fijamente al tenso sedal y al corcho que flotaba.

 

Pasaron los instantes y me encontraba lo más inmóvil posible, mirando con ojos entornados al mar y al corcho, y no me atrevía a nada, ni a tragar la saliva que se atragantaba en la garganta ni a mover una facción de la cara, ya que, a medida que corría el tiempo, pensaba que ese hombre podría arrepentirse. Y tiró de la caña.

 

“Lo que faltaba –dijo- el anzuelo se ha enganchado con algo”.  Y bajó la caña a un lado y a otro y trató de tirar desde diferentes ángulos.

 

“¿Cómo puede ser eso? –dije yo- delante no hay más que arena”.

 

Bajé pronto de las piedras apiladas que estaban al costado del espigón y agarré el sedal desde abajo.

 

“Esto se mueve” –le dije, pues sentía que el hilo traía alguna cosa, y podía ser pesada cosa, que no hacía los saltos y maniobras de un pescado.

 

“Será un saco arrojado por los barcos” dijo el hombre desde arriba, y le caía el sudor por la cara y tiraba fuerte de la caña de tal manera que podía romperse en cualquier momento.

 

Pude notar que lo traíamos a rastras. Y cuando lo pensé cercano, habiendo sólo unas pocas rocas delante de mí, tiré de golpe para arriba y un bulto grande y negro hendió la superficie del agua, sumergiéndose con un par de movimientos.

 

No había duda, aquello era un pez, grande y extraño, al que llaman cabracho, que suele andar por las paredes de rocas donde más fuerte pega el mar y vive en los agujeros de las rocas. Pero no había visto uno de ese tamaño, aunque sabía que había. Sabía que el maldito pez trataría de pegar su vientre contra el fondo pues de levantarlo perdería la fuerza. Tiré una vez más y mandé al hombre que mantuviera alta la caña. Y al fin noté que al pez no le quedaba más camino y que no iba a tener apoyo. Lo subimos de un tirón a la roca y lo dejamos allí.

 

Tenía una enorme cabeza, amplias agallas y boca agrandada. Llevaba en la espalda y en los costados una larga línea de espinas puestas de punta. Aparecía entonces con color marronáceo, perdido del todo el orgulloso rojo con el que se paseaba por el fondo del par. Y, falto de aire y agua, las escamas se conmovían y abría la boca y las agallas, y daba torpes coletazos. Lo rodeaba una baba parecida al moco a la que se le pegaron tierra y fragmentos de paja.

 

“Cuidado. Sus espinas son venenosas” –me dijo el hombre, admirado del tamaño y el raro aspecto del pez.

 

Y cogí un lienzo y alzando el pez del sedal lo puse ahí, y lo envolví. Y poniendo delicadamente una pierna sobre su cabeza, tiré y le quité el anzuelo de su boca peligrosa.

 

“Amigo –le dije al tipo que me miraba debajo de su túnica con cálidos ojos- Muy bien por tu parte pues te has comportado como los trabajadores de última hora, que decían que no e hicieron que si. Pero, es que, quizá en otro momento, te explicaría que me traía aquí. Y como yo lo creía desde el principio y como has lanzado el anzuelo por mi presencia, me llevaré conmigo al pez, pues lo necesito para otra cosa. Y tengo prisa, amigo, luego adios, queda con Dios, y gracias por todo”.

 

Y atrapé al vuelo el lienzo con  el pescado y lo metí bajo mi capa y me fui corriendo hacia la puerta del Templo. Ví al tipo con la mandíbula flexionada, haciéndome con la mano un débil adios.

 

 

8

 

El Nazareno se sentó en el suelo, en medio de las piedras de la calle, y cruzó sus rodillas. Yo, por mi lado, me puse a unos pasos en la escalinata del Templo, y me senté allí encima del escalón de piedra sosteniendo la lanza entre las manos y manteniendo el equilibrio en esa postura. Las marchas del desierto me enseñaron a dar al cansancio y al sueño una cierta serenidad y, a la vez, estaba atento, capaz de captar la mínima alteración y de estar alerta y presto.

 

Pensé en la anomalía que suponía Yahveh o el Dios de los judíos. Pues era cosa sabida que destruyó los reinos y dioses que se le pusieron por delante. Los judíos tenían en eso la mayor razón para su soberbia. Pues el acabó con los arroyos sagrados y los árboles de la vida, con las imágenes y los amuletos, desacró los altares de la Diosa Madre y mató y dispersó a sus sacerdotisas. Filisteos, asirios, babilonios, griegos, amonitas, cananeos, todos se alzaron y se perdieron. Y El y su pueblo permanecieron. Así decían. Y con orgullo redoblado tentaban al propio emperador y hacían ascos a las honras que exigía, como si no supieran que eran esclavos bajo conquista, como todos los demás, y trataban de comportarse, lo más posible, como si las leyes de la esclavitud nada tuvieran que ver con ellos.

 

El Nazareno se encontraba abstraído de mi y miraba al cielo y a la pared del Templo alternativamente y permanecía en una reflexión iluminada, como si un profundo espíritu lo hubiese envuelto. Al principio le cogí la pinta de los ermitaños del desierto pero ese no era así, sino que parecía de los que se pasean por las plazas garganta en grito, lanzando su mensaje, fiado en su carisma y pensando que podía andar de pueblo en pueblo, con la ayuda de la confianza de la gente. Y que quiere más la gente que alguien le dé un poco de esperanza? Hay que estar un poco loco de pensar en vivir de la mera esperanza. Y había que ser hábil para lograrlo, aunque no le veía (al Nazareno) ningún rasgo extraordinario, pues allí estaba, doblegado a mi mandato, esperando a su amigo, que le iba a traer un pescado para no sé qué. Es que cuando miro a la fantasia de los judíos pienso que los dioses griegos y cananeos son nuestros hermanos y que el Dios de los judíos no es de este mundo ni de nuestro linaje y que, por eso, es mejor estar alejado de El, sino caeríamos en su locura.

 

Pero no le negaba a ese hombre la perspicacia que le daba su extraña claridad pues adivinó el mal de mi destierro y lo comparó habilmente con su propia situación. Saben las propias Sibilas que hay que romper a veces la superficie de la mera razón y que hay que estar atento a la mirada que viene de vuelta. Y, de ese modo, siguiendo su sospecha, notó mi deseo y yo también me di cuenta de el.

 

Me tocó un viento finalmente fresco y se me fue yendo el calor que me asfixiaba. Las sombras de la tarde dispusieron su manto sobre antepehos, paredes y jardines, como si el envés de las cosas se hubiera revelado. Y pensé en lo que podía estar pasando en Damasco en ese momento. Saldría de casa sin camino prefijado, con el barrio del Cerámico al frente y sus vías y ante mí la gran ciudad como un laberinto interminable de calles. Y de coger la primera calle estaría de pleno dentro del laberinto y a lo mejor me perdería, y a lo mejor eso era lo mejor.

 

Cerré los ojos. Quería imaginar mi ciudad de forma más precisa. Y me pareció que estaba en la calle mayor en un día de mercado. A un lado de la calle se encontraba la plaza y allí ganados de muchas clases, animales de los bosques y los desiertos. Mi corazón se gozó  y se alegró pero estaba inquieto pues sabía que había un largo trecho para llegar a casa. Y me metí por una de las callejas y ví a conocidos y sus tiendas, y continué para arriba. Donde se corta la calle y donde las casas salpimentan las verdes colinas, por ahí, por un camino empinado, estaba la casa de mi padre.

 

Y me encontré dentro de casa, vestido con un traje de lujosas mangas y los dedos llenos de anillos, como si fuera un potentado de Partia. Vi en la mitad de la estancia a criados lujosamente ataviados que sostenían antorchas a pleno arder que lo iluminaban todo. Ví mesas con deliciosas viandas y adornadas de flores. Estaba de pie y a mi alrededor yacían muchas personas entre almohadones. Y una mano estiraba la mía y girando la cara ví a la hermosa Fidonia, mirándome con gesto amoroso y diciendo entre los labios “te quiero”. Y enfrente estaba mi padre, con la barba ya canosa, levantando una copa de plata en mi honor.

 

Y sentía el aire fresco sobre los hombros y el peso del casco en la cabeza y mantenía los ojos cerrados pensando que estaría allí. Pero, claro, sabía que soñaba, y cuando me vino este pensamiento entonces todo aquello, la casa, Fidonia, mi padre y lo demás, empezaron a emborronarse.

 

Abrí los ojos de golpe. Pero las vibraciones del cuerpo y los saltos del corazón me decían que aun estaba lejos. Y lo primero que ví fue la figura del Nazareno, tieso en medio de la calzada, sopesando los muros del Templo, haciendo gestos como si estuviese hablando con espíritus o con el propio aire. Dio la vuelta hacia mí y me miró cara a cara.

 

“No temas –gritó alzando los brazos- no tengas miedo, querido amigo. Has sido bueno y noble. ¡Dios da veinte por uno!”.

 

Me levanté y vino hasta mí. Y estaba tan azorado de la cercana visión de mi casa y mi patria que me surgieron las ganas de decir algo acerca de eso. Y le conté lo que me oprimía: que estaba en el destierro, bajo la esclavitud de ese oficio, con muy reducidas posibilidades de llegar a casa con un poco de honra.

 

“¿No te he dicho, pues, que no tengas miedo? –me proclamó- ¿No te he dicho, acaso, que mi Padre no te dejará en la estacada? ¿No ves que El te ha puesto aquí? E hizo buena elección, ¡pardiez! Pues no admitiste ni amenazas ni razones y has proclamado Su mandato no al emperador, no al sumo sacerdote, sino a mi que soy Su Hijo predilecto. ¿Quién podría proteger esta puerta de piedra sino tú? Pues los ejércitos del mundo y las fuerzas del infierno no valen un cuarto que el Hijo del Hombre. E hiciste oídos sordos a su voluntad, pues tenías el mandato de Dios en medio de tu corazón. Me has sorprendido, amigo. Me has hecho ver la sabiduría de mi Padre, pues te ha puesto, pagano, pero lleno de nobleza y valentía, y esta puerta, esta puerta de piedra, es por ello infranqueable”.

 

Y continuó:

 

 

“Este Templo fue construido por la mano humana y así caerá. Pero no se apagará la palabra que lo mandó construir. Y por ello estoy aquí, amigo, pues yo soy la verdadera puerta, la que lleva al reino de los cielos, y vengo a decir al pueblo de Israel, en medio de la casa del Padre, que le ley ya no es una cadena interminable de mandatos alrededor del cuello del pobre, que la Ley se ha hecho cuerpo en el Hijo del Hombre, que la Palabra se ha hecho carne, y que ha llegado el momento de quitarse el vestido del pecado y de lucir las galas de los recién nacidos. Y por que has sido bueno, y leal y firme, Dios te hará probar el regalo de su gracia. Vete sin miedo a casa de tu padre, del mismo modo que mi Padre me recibe, te recibirá con los brazos abiertos y lleno de alegría”.

 

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Y estaba un poco ebrio de aquellas imprecaciones y de mis propios deseos ya que la añoranza me dio de pleno. Si, es de entender que, en una situación asquerosa como esa, escuchara al final a los dichos del Nazareno ya que, aparte de su rollo profético-mesiánico, me dio un consejo, y yo era como se dice un fruto que temblaba del arbol por caer. Pues puso un poco de luz en mis atormentado-caóticos pensamientos y ya sabía lo que quería: dejar ese piojoso Templo, abandonar el oficio e ir hacia Damasco por encima de todas las trabas y controles legales. Y no iba a ser fácil, lo tenía pensado de antes, pero me daba más miedo que la ley el recibimiento de mi padre, de mis parientes y de mi amada, y por ello postergaba la decisión. Y aquel profetilla me dijo que no me preocupara, que todo eso estaba hecho. Es que, claro, más allá de toda bien perfilada razón, mi voluntad me llamaba desde la atalaya de la evocación de la reciente visión de la casa de mi padre. Y acaso era eso lo que necesitaba: que otra persona me dijera lo que yo quería.

 

Y no le cobraría los dos denarios. Los tenía bien merecidos, aquel bendito grillado, que me inspiró con el dulce calor de su sagrada locura. Pero guardaría la cara para ello y esperaría la venida del otro. Y lo pasamos tan ricamente, pues conocía muy bien la región de Galilea. Y nos topamos con el nombre común de una taberna de Cafarnaún y ambos alabamos su vino dulce. Me dijo que cuando podía iba para allí a tomar unos tragos con los amigos y a visitar a la dueña, que era su amiga. ¡Un profeta que ama y bebe el vino! ¡Amigo de los taberneros! Lo último que tenía que escuchar. Por eso y por el favor que me hizo merecería que me metiera en su secta, aunque no entendiera ni papa de las pejigadas judías de padre e hijo, la ley y el templo.

 

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Apareció al fin por la esquina de la calle, Simón, el amigo del Nazareno, sudoroso pero habiéndole el sudor limpiado el polvo mientras brillaban lustrosos sus ojos y su piel.

 

“Aquí está, señor –dijo abriendo su capa y sacando de ella un gran pez que todavía boqueaba con la vida y ponía en punta sus espinas dorsales y laterales. El Nazareno le tocó con la mano y el pez se relajó.

 

“Ábrelo” –le dijo el Nazareno a Simón. Este sacó un largo cuchillo –no estaba equivocado de que aquel zelota escondía un arma!- y lo metió en el pez, en la zona blanda que partía de la boca y llegaba hasta sus alerones y le abrió camino. Aparecieron las entrañas coloridas del pez y Simon, con el mandato del Nazareno, agrandó el corte con las manos. Y en aquellas entrañas todavía vivas ví otro fulgor, pero era de metal.

 

“Ahí tienes –me dijo el Nazareno- mete la mano y ahí tienes lo que hay que pagar a mi Padre”.

 

Simón me acercó el agujero del pez dividido y saqué de allí, y me quedé tiempo mirándolos, dos húmedos denarios de plata en la palma de mi mano.

 

Y oí al Nazareno decir:

 

“Vamos Simón. El nos espera”.

 

Y entraron en tromba en el Templo.

 

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  *    *    *    *    *    *    *

 

 

IMANOL  LIZARRALDE

 

 

 

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