LA UÑA MÁGICA

 

 

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Según entró por la puerta, se vio que la señora traía consigo algún misterio. Para empezar, no tenía el aspecto de alguien que quiera tatuarse a ésa edad, ya que con cincuenta y largos, la mujer que viene por aquí, aparece la mar de risueña, como si estuviera haciendo una pequeña travesura, o si no, viéndose todavía joven, queriendo estar a la última. Podría ser también el caso de la mujer que tras haber estado toda una vida haciendo el querer de los demás, se decide por fin a hacer aquello que siempre quiso: una mariposita en el omoplato –por ejemplo-.

Pues nada de eso. La señora en cuestión venía retraída. venía a preguntar pero no quería hacerlo. Había gente antes que ella y al entrar se situó en un rincón del estudio con los hombros ligeramente encogidos y sujetando al frente un bolsito marrón con las dos manos, mientras esperaba a que alguien de nosotros se acercara. Cuando la recepcionista fue y la atendió, ésta la arrinconó aún más como para contarle un secreto y mientras vigilaba alrededor le susurró llena de vergüenza que tenía que hablar de manera privada con el tatuador.

Yo, que observaba la escena a distancia y presentí lo extraño de la situación, enseguida me apresuré a desenmascarar el misterio acercándome a ella con la actitud desenvuelta –sin querer exagerada- que suelo mantener ante cualquier clienta habitual.

La hice pasar a la cabina y estando ya solos, respirando hondo, tomó conciencia de no poder demorar más el momento y haciendo un esfuerzo como si se fuera a tirar de un barranco, soltó la primera palabra acompañándola con un tímido gesto de la mano que dejaba al descubierto el motivo de su preocupación.

A primera vista no vi nada extraño en esa mano que al poco me mostró un dedo meñique un tanto raro que no tenía como sus vecinos la uña pintada de rojo.

Tras un silencio que me dejó para que sacara mis conclusiones, ella procedió a contar su problema: resulta que una máquina le había cercenado la última falange del dedo meñique y el no tener uña que pintar le causaba una gran pesadumbre. Era como si sintiéndose coja hubiera perdido gran parte de su feminidad.

Muy apenada y sin perder su aire de victima me dijo que a veces utilizaba como solución pintar de rojo la punta del dedito, pero que como trabajaba fregando platos en un restaurante, enseguida se le borraba su intento de manicura.

La pobre no estaba bien de la cabeza, pero me planteó si yo podría tatuarle una uña encima del muñoncito que había quedado tras el desastre.

Ostia…al momento me quedé un poco descolocado ante la propuesta. La atmosfera en la que me envolvió aquella mujer trastornada era desconocida para mi –un viejo zorro de la venta del tatuaje-. Aunque más que tatuaje, eso se acercaba más a una especie de cirujia –¿ ¡porqué no se pegaba una de plástico!?-.

Así que poniéndome rápidamente en situación, tranquilicé a mi nueva clienta y le dije que le haría una auténtica obra de arte (¡que venga Damien Hirst y lo vea!).

La señora no acababa de fiarse de mi,  y miedosa como era, seguía escondiendo su mano sin estar convencida de entregármela.

Haciendo gala de todo mi poder de persuasión, la hice sentar en un taburete y por fin estiró los dedos hacia mi. Imitando a las que eran reales, pinté la forma de una uña en proporción a su dedo y tras su visto bueno vino otra pregunta importante:

– ¿de qué color la quiere?

Claro que el color era definitivo; no era eso de…hoy me la voy a pintar de azul, mañana me va más el fucsia…etc. Al final se decantó por el rojo –un clásico- y teniéndolo todo atado me dispuse a pinchar.

Le costó relajar la mano y abandonarse a mi, pero una vez comenzado el trabajo y según iba completando el dibujo, su cara empezó a cambiar. Sus castigadas facciones se fueron relajando y aquel impenetrable semblante de autista se fue abriendo más y más hasta que al terminar la dichosa uña, su cara se iluminó con una sentida sonrisa. Alejando la mano lo que podía, observaba con los dedos estirados el dorso de su mano con una expresión de alegría que jamás hubiera pensado arrancar de aquel gastado rostro.

He de decir que es verdad que a cierta distancia los dedos parecían completos –quizás uno salió más cortito de fábrica- ¡con sus uñitas perfectamente pintadas y todo!

Al acabar, le expliqué cómo cuidar bien del tatuaje, pero creo que ni me escuchó, porque incluso al pagarme lo hizo como un autómata sin poder apartar la vista de la mano. Salió de la tienda sin siquiera despedirse, con la sonrisa fijada en su cara, completamente hipnotizada por su nueva mano.

 

 

 

Gorkap GORKA LASA IZAGIRRE

Nacido en Legazpia, afincado en Donosti, viajero por los EEUU y finalmente recalando en Barcelona en el histórico barrio del Rabal, su trayectoria andariega habla acerca de la multiplicidad de sus vocaciones y afanes: periodista, pianista, líder de diversos grupos de música y escritor. Realizó su primer trabajo a fines de los 80, “El filete correoso”, donde explora algunas de las facetas de su ya antigua etapa de trabajo en una carnicería. El estilo frenético-esperpéntico de aquellos tiempos ha dado lugar a una visión más sosegada donde, sin embargo, sigue emergiendo la incongruencia humorística. En este momento, su trabajo de tatuador le ha dado pié a conocer a toda una serie de gente de la cual se ha convertido en cronista no oficial.

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